Por: Daniel Newball H.
Sin darnos cuenta, a los isleños se nos ha cercenado el derecho a soñar, a ser alguien en la vida y a aspirar a altos niveles de felicidad en pleno ejercicio de la satisfacción de nuestras necesidades básicas a la vida, el alimento, el bienestar y el confort.
Se nos dice que debemos aspirar a más, pero no se nos provee de las posibilidades de poder ejercer nuestra creatividad en otras latitudes, tal y como he podido detectar en amigos y conocidos a través de las redes sociales quienes, beneficiados con el premio de una beca o reconocimiento por su nivel académico en excelencia, han podido trasladarse hacia otros lugares del planeta.
Lo frustrante es no poder volver a ejercer sus conocimientos en las islas porque, como es por todos sabido, el sueño de poder sembrar semillas de paz y progreso en la región insular es un privilegio del que pueden gozar los “caciques” de turno, su prole y su séquito de aduladores, los mismos que colocan como “vacas al matadero” a sus hijos profesionales mediocres a hacer el “trabajo sucio”.
Pero me atrevería a decir también que existe un temor infundado por parte de una pléyade de sátrapas trogloditas egoístas en las altas esferas de poder de que lleguen a la isla personas con el talento suficiente para sacar adelante un proyecto de vida que podría abrumarlos ante una sociedad isleña ávida de líderes progresistas y frustrada ante la imposibilidad de poder encontrar a ese elemento diferenciador que podría causar un cambio positivo desde las esferas de poder.
Hay un temor por igual para plasmar un sueño por parte de los isleños ya que se dan cuenta que en el mero proceso de realizar el ejercicio se dan cuenta de la intromisión de elementos como las envidias, rencores, controversias, egoísmos y conspiraciones de una recua de mediocres cuya única misión es estropear cualquier intento de novedad que podría obligar a una salida de la zona de confort y generar un cambio en el estatus quo.
En un ensayo publicado en internet, escrito por el francés Oliver Fressad titulado “El imaginario Social o la Potencia de Inventar de los pueblos”, afirma que Cornelius Castoradis, forjador del término “Imaginario Social”, dice que el imaginario, así concebido, no se opone a lo real. Es el propio elemento en el cual y por el cual se despliega lo social-histórico. No se opone a lo real, sino a lo racional la potencia del imaginario social aparece, en cierto sentido, como ilimitada.
En ello hay una idea casi demagógica del poder creador de lo social-histórico, una idea que hace problemática la unidad antropológica del conjunto de las sociedades humanas. Al insistir demasiado unilateralmente sobre el poder de “hacer ser” una alteridad radical, Castoriadis nos coloca ante la perspectiva de una inconmensurabilidad de los mundos sociales y cierra el paso a la elaboración progresiva de una antropología comparativa.
En esta perspectiva, el pueblo es creador cuando es pasto de una inspiración de orígenes insondables y ambivalentes. Tanto le eleva a alturas espirituales que le hacen realizar maravillas, como le conduce a los abismos de la desmesura o la destrucción.
El genio es también demonio, su potencia de creación tiene como revés una potencia de destrucción. Sus creaciones son tanto maravillosas como monstruosas, nos recuerda con regularidad Castoriadis. A esas aterradoras posibilidades, que no pueden ser descartadas de antemano, Castoriadis opone “la autolimitación” y la conciencia del carácter ineludiblemente trágico del régimen democrático. De tal manera, el imaginario social viene a caracterizar las sociedades humanas como creación ontológica de un modo de ser sui generis, absolutamente irreducible al de otros entes.
Designa, también, al mundo singular una y otra vez creado por una sociedad como su mundo propio. El imaginario social es un “magma de significaciones imaginarias sociales” encarnadas en instituciones. Como tal, regula el decir y orienta la acción de los miembros de esa sociedad, en la que determina tanto las maneras de sentir y desear como las maneras de pensar.
En definitiva, ese mundo es esencialmente histórico. En efecto, toda sociedad contiene en sí misma una potencia de alteridad. Siempre existe según un doble modo: el modo de “lo instituido”, estabilización relativa de un conjunto de instituciones, y el modo de “lo instituyente”, la dinámica que impulsa su transformación y por eso resulta conveniente hablar de lo “social-histórico”.
En pocas palabras, soñar es conveniente para una sociedad como la nuestra, cercenar ese derecho privando a los innovadores de la posibilidad de expresar lo que tienen en mente y generando limitaciones es supremamente nocivo para una comunidad como la isleña que podría desembocar en un detonante incontrolable. Las redes sociales están revelando cada vez más posibilidades de progreso que, de no darle la posibilidad a nuestros jóvenes, estamos ante la posibilidad de que el futuro que nos debería tocar se desvíe para otro lugar creando un ambiente dantesco similar a otras islas del Caribe con una pobreza densa y lúgubre, un destino que no nos debe tocar.