Por: Daniel Newball H.
Debido a las profundas exigencias técnicas requeridas por la compleja legislación en Administración Pública impuesta a quienes pretendan gobernar nuestros pueblos y la habilidad que ha surgido entre nuestros protagonistas para poder acceder a los contratos leoninos y jugosas comisiones de éxito, no cabe la menor duda que en los últimos tiempos ha surgido una nueva fauna de gobernantes para quienes la prioridad es convertirse en excelentes hombres de negocios, pero pésimos gobernantes y líderes sociales. Dentro de las reflexiones que he venido orquestando desde esta columna, cuando se abordan a los ex-gobernantes y ex-legisladores sobre el balance de sus gestiones, rápidamente, y sin titubear, relacionan sus gestiones hacia la gran cantidad de recursos obtenidos desde el Gobierno Central, los cuales se traducen en obras de infraestructura y contratación de servicios profesionales para cientos de personas necesitadas.
Sin embargo, y pese a la gran cantidad de necesidades sociales en materia de servicios públicos menos costosos y un liderazgo de calidad, los balances son pobres y todo pareciera indicar que el único objetivo es realizar negocios de gran calibre y que las autoridades de control político y fiscal no hagan los hallazgos que los puedan llevar a la cárcel o, en el peor de los casos, a una inhabilidad y una destitución por largo tiempo que pueda traducirse en su muerte política. Ahora cuando viene una nueva contienda política y son muchos los áulicos, camarlengos y heraldos que se encargan en todos los espacios a pregonar las virtudes de sus candidatos, así sea con insultos, oprobios e improperios contra quienes no estén de acuerdo con ellos, es necesario hacerse la pregunta de que si los que aspiran a mantenerse en posiciones de poder o piensan llegar a ocuparlos por primera vez lo están haciendo para ayudar al prójimo cumpliendo una misión social o simplemente para poder concretar los negocios que dejaron pendientes durante su anterior periodo electoral.
El caso más reciente ocurrido en la ciudad de Bogotá, donde su alcalde fue destituido por el manejo de los residuos sólidos en la Capital de la República, es la plena muestra de que los grandes negocios por parte de empresarios de grandes capitales terminan, a la postre, manejando a los mandatarios quienes si no cumplen con las directrices de éstos, pueden pagar las consecuencias con una destitución y muerte política. Recordemos lo que mencionaba el sociólogo estadounidense Robert Merton cuando se refería al proceso de adaptación al sistema político por innovación cuando hace referencia exclusiva a la actividad económica, colocándolo en la esfera de los comportamientos que incitan al desviamiento; por tanto, se cumple mediante el uso de recursos institucionalmente prohibidos, pero que suelen ser eficaces para lograr apariencia de éxito, riqueza y poder. Todas las direcciones apuntan, entonces, al hurto, al delito, al vicio organizado, etc., siendo en el fondo, el comportamiento innovador definido por Merton tipifica la «legalización social del comportamiento amoral» como remedio a un generalizado límite impuesto por la institucionalidad. Finalmente concluiríamos con Merton que «solo cuando un sistema de valores exalta, prácticamente sobre cualquier otra meta, ciertos objetivos de éxito comunes a la población en general, en tanto que la estructura social bloquea de modo riguroso las vías aceptables para alcanzar esas metas a una parte considerable de la población, se desarrolla a gran escala el comportamiento corrupto o desviado del objetivo inicial de servicio social y comunitario. Ahora bien, la circulación o la alternancia de las élites se define como aquel comportamiento desarrollado por los estratos altos orientado a conservar, por lo menos para los fines del poder, las relaciones existentes de poder y, por otro lado, para establecer nuevas combinaciones de tales relaciones. La no alternancia de las elites en el poder inicia su degeneración por la vía autoritaria de la corrupción, en lugar de mantener el férreo compromiso del deber político democrático para la conducción del Estado.
El manejo del Estado es asumido como un medio para enriquecerse, descuidando, cada vez más, las más elementales obligaciones del buen gobierno y estas conductas se reproducen y alcanzan a todos los sectores de la elite en el poder (empresariales, intelectuales, financieras y de toda índole). Esto conlleva al actual escenario local en materia política concentrado en incompetencia, desgano e ineficacia para gobernar; por ello, hoy es más notorio que antes los errores en la conducción del Estado y la acumulación desmedida de riqueza como valor o principio existencial. Estamos ante un momento donde debemos hacer un llamado a quienes pretendan llegar a posiciones de poder que, mas allá de hacer buenos negocios, que emprendan acciones de satisfacción colectiva, sin mezquindades ni egoísmos de modo que podamos encaminar a las Islas hacia la región proactiva que soñamos ya que, al paso que vamos, de nada van a servir los carteles ni campañas proselitistas, lo que va a importar es el dinero que repartan de sus leoninos negocios.