Por: Daniel Newball H.
Si nos remitimos a las Sagradas Escrituras, Dios, antes de crear al hombre, primero creó la tierra, las plantas, los animales y las demás especies para que luego, al final de la creación, el hombre y la mujer la pudieran sembrar y fructificar cosechando conforme a las riquezas en gloria que provee el padre celestial.
Es la muestra clara de que el hombre, para llegar a ser la especie dominante de la tierra, requiere de un espacio vital para su desarrollo. Sin él, no podría llegar a desarrollarse como individuo ni podría heredar una supervivencia digna a sus herederos naturales.
Es por todos bien sabido, que el pueblo raizal del Archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina tiene una particularidad especial frente a otras minorías étnicas del resto del país.
A diferencia de los palenqueros y demás grupos afrodescendientes, incluso por encima de los que poblaron el sur de los Estados Unidos después de la Guerra de Secesión, el Pueblo Raizal tuvo la oportunidad de poder llegar a ser, una vez declarada la abolición de la esclavitud, propietario de la tierra con derecho a explotarla y sacarle el mayor provecho para su supervivencia.
Tuvo la oportunidad de poder efectuar actividades agrícolas para generar frutos de pan coger, ofreciendo lo mejor de la cosecha para poder alimentar a sus familias y para vender, e incluso exportar, para consumo externo.
Actividad que, paulatinamente, y verbo y gracia del Puerto Libre que llegó a las islas en los años 50, fue siendo reemplazada de forma inexorable por otra menos activa y mas sedentaria como la de los cargos públicos de oficina, el trabajo de transporte público en taxi y, por qué no decirlo, la trivialidad esnobista que ofrecen los onerosos beneficios económicos del infame narcotráfico.
Nos olvidamos de los grandes beneficios ofrecidos por parte de nuestros ancestros al poseer la tierra para cederla a una pléyade de inmigrantes astutos que, conociendo bien los beneficios de poseer tierras para luego mercadearlas al mejor postor en el futuro, se adueñaron de ella para cederla, muy posiblemente, a inversiones extranjeras que, seguramente, no piensan en sembrar sino en crear enormes reductos hoteleros y espaciosos campos de golf.
Eso sin olvidarnos del negocio que resultó ofrecer los terrenos en calidad de préstamo para que los inmigrantes ilegales pudieran hacer conjuntos residenciales y tugurios de fatuo, los mismos que unidos planean constituirse en barrios legalizados y, como se viene proyectando, en municipios o Juntas Administradoras Locales.
No es descabellado recordar que nuevamente estamos a punto de quedarnos sin el espacio vital necesario para que los seres humanos puedan desarrollarse, o que le vamos a decir a nuestros descendientes cuando no tengamos espacio para que puedan desarrollar su proyecto de vida y deban, por fuerza de las circunstancias, abandonar su lugar de nacimiento por mera sustracción de materia.
Los expertos afirman que el ser humano que vive en sociedades sofisticadas va perdiendo su sensibilidad, su gusto por la vitalidad y la calidad de sus valores humanos por la falta de un espacio vital.
El mejor ejemplo son las violentas explosiones que a menudo ocurren a algunos grupos o individuos en países desarrollados, donde la represión de dicha naturaleza convierte a los seres humanos en viles piezas de una maquinaria de consumo masiva; algunos de ellos reaccionan violentamente después de algún tiempo. El ser humano necesita igual que cualquier especie, de un acercamiento a la naturaleza, que es finalmente, la que le permite subsistir.
Los desórdenes familiares y de pareja también responden a este hacinamiento la mayoría de las veces, y no a una disfuncionalidad «natural» de la pareja como muchos piensan.
Los estudios afirman que cuanto más hacinadas están las personas, más se encierran en sí mismas y mientras que en el campo, donde viven más espaciadas, no dudan en pararse a hablar largo tiempo con el vecino o incluso con desconocidos, en las ciudades protegemos tan celosamente nuestro espacio vital que hasta somos capaces de pasarnos meses sin saber de los vecinos y también hay serios problemas de incomunicación dentro de los hogares, en los que los miembros de la familia viven recluidos en sus habitaciones y sólo se ven para alimentarse frente al televisor para, una vez satisfecho el apetito, correr de nuevo a sus refugios.
Un tema delicado derivado de la sobrepoblación que crece de forma exponencial y que, todo parece indicar, los gobiernos no han tenido la más mínima delicadeza de tratarlo de forma directa, sin tabúes y con la seriedad que merece. Un fenómeno con consecuencias nefastas que cada día carcome nuestra sociedad y que, de no tratarla con extrema urgencia, vamos a acabar en las mismas condiciones de una urbe corrupta con tendencia a la autodestrucción.