Ni siquiera sabía cuál era su nombre, ni siquiera lo conocía por el apodo, pero su rostro si me resultaba conocida. Varias veces que fui al cayo Acuario y Haynes Cay con mis hijos recibí la atención muy dedicada de este joven con cara de buena gente, muy atento que se esforzaba por prestarle el mejor servicio a sus clientes.
En una ocasión que se me agotó el dinero en el cayo, donde no hay cajeros de banco, aceptó que le pagara la cuenta cuando llegara a San Andrés y me confió el fiado para luego buscarme para que le pagara el saldo pendiente.
En otra ocasión aceptó traer desde Acuario hasta Haynes los platos de comida, atravesando el mar entre uno y otro cayo, para prestar el servicio como correspondía. Si uno requería alguna bebida, una careta, calzado o ropa de baño, ahí estaba ese sonriente muchacho brindando el servicio requerido. Siempre atento, respetuoso y cordial.
El día de su execrable e injusto crimen el pasado 24 de noviembre, me enteré de un doble homicidio en el aeropuerto Gustavo Rojas Pinilla. Esperaba para embarcarme rumbo a la ciudad de Bogotá a cumplir mis obligaciones académicas. Incluso redacté la noticia y la subí a internet con una foto que me había llegado con el retrato de los dos cadáveres.
Publique las identidades deFawcet Reeves, de 27 años de edad, y Daniel Gordon Nelson, de 26 años de edad, y el reporte indicaba que uno de los dos había sido víctima inocente de las ráfagas asesinas en tanto que el ataque iba dirigido contra el otro.
Pero solo hasta el lunes 1 de diciembre pasado, leyendo El Extra, cuando vi su retrato de frente, me enteré que una de las dos víctimas de las balas asesinas, era el joven que siempre me atendía en el cayo cuando iba de paseo. Ese día supe su nombre, su apodo y por supuesto la comprobación de que efectivamente ese muchacho había caído víctima inocente por haber estado en el lugar y a la hora equivocada, porque a esa hora debía estar atendiendo clientes en el cayo; solo que los lunes no trabajaba y por eso estaba en el lugar donde la muerte llegó a arrebatar dos vidas jóvenes, una de ellas inocente de cualquier lio judicial o deuda pendiente, la de un joven que se ganaba a diario la vida para llevarle sustento a su madre, que quedó más desamparada con la temprana partida de su hijo y de manera violenta como nunca nadie hubiera imaginado, solo por haber cometido ‘el pecado’ de estar en el lugar y a la hora equivocada. CPB