En veinte años su población se duplicó y en el 2013 hubo cifra récord de homicidios. Aunque el archipiélago de San Andrés, Providencia y Santa Catalina está bajo una estricta regulación migratoria, para evitar que nacionales y extranjeros se queden a vivir, se ha convertido en un paraíso para los residentes ilegales. Las autoridades insulares estiman que al menos 20.000 personas se les han colado y se encuentran “en situación irregular”.
A principios de los 90, cuando el Gobierno Nacional estableció las condiciones especiales para el tránsito y la residencia en este territorio colombiano en el mar Caribe, los habitantes del archipiélago apenas llegaban a 50.000, pero para el 2013 la cifra se calculó en 75.167, de acuerdo con las proyecciones de crecimiento del Dane.
Sin embargo, la Oficina de Control de Circulación y Residencia (Occre), la autoridad migratoria en las islas, no comparte esas cifras. Señala que solo San Andrés, con 27 kilómetros cuadrados, ha duplicado su población en 20 años: hoy tiene más de 100.000 habitantes, la mayoría ubicados en asentamientos subnormales.
La Ley 2762 de 1991 concede la residencia permanente a los nativos, a los nacidos en ese territorio y a sus parejas e hijos; a quienes tuvieron allí su domicilio en los tres años anteriores a la expedición de la norma y a empresarios. Quienes obtienen ese derecho pueden trabajar, estudiar y desarrollar alguna actividad económica.
En ese momento el Gobierno advertía que la alta densidad demográfica –el archipiélago ya era habitado por personas procedentes de la Costa, de Antioquia y del Valle, así como por una colonia de turcos y libaneses– había “dificultado” el desarrollo de la cultura raizal y ponía “en peligro los recursos naturales y ambientales”, particularmente de San Andrés, el principal centro poblacional y turístico del archipiélago, que el año pasado recibió a 678.000 visitantes.
Joseph Barrera Kelly, un sanandresano descendiente de una raizal y un guajiro con raíces africanas, y quien dirige desde hace año y medio la Occre, asegura que en la base de datos del organismo hay más de 80.000 solicitudes y tarjetas de residencia –sin contar a los menores de 7 años, a quienes no se les exige el documento–. El resto, dice, son ilegales.
Pero si ese territorio insular ha estado sometido a una estricta regulación migratoria –con base en la cual en los últimos 18 meses fueron expulsadas 350 personas–, se espera la salida obligada de 700 más y se ha creado una lista de 500 colombianos que no pueden ingresar, cómo es que han seguido arribando “continentales” y quedándose allí de manera irregular.
Las trampas más usadas
Barrera asegura que la mayoría llega por vía aérea, como turista, y luego se oculta en los asentamientos; otros acuden a declaraciones extrajuicio de convivencia con raizales o residentes, por las cuales pagan hasta 2 millones de pesos, o incluso argumentan ser desplazados. Y tras ellos llegan hijos, hermanos y amigos.
Otros falsifican la tarjeta de residencia, que apenas es una tira de papel cuya única condición de validez es que esté laminada, o la compran hasta por 10 millones de pesos. “La corrupción la hemos erradicado en un 90 por ciento. Pero también hay muchos que supuestamente tienen contactos en la Occre y lo que hacen es estafar a las personas”, afirma el funcionario.
A la isla también han llegado polizones en buques y tripulantes de pequeñas embarcaciones, muchos movidos por el tráfico de estupefacientes, toda vez que el archipiélago hace parte de la ruta utilizada por las redes de narcotráfico para el envío de droga hacia Centroamérica y EE. UU., y por la expansión de las bandas criminales.
Precisamente la presencia de grupos ilegales, según un informe reciente de la Defensoría del Pueblo, dejó 20 homicidios el año pasado, una cifra sin precedentes en la isla. De esos crímenes, 14 fueron con la modalidad de sicariato. En el mismo 2013 se registraron 10 casos de desapariciones, uno de tortura y 15 de llamadas extorsivas.
“Yo tenía la Occre (como llaman la tarjeta de residencia), pero salí un tiempo y se me perdió. Regresé y ya llevo varios años y no me la quieren entregar. Hay gente que la ha comprado. El valor depende del trabajo que se quiera realizar”, cuenta Felipe, uno de los centenares de mototaxistas que circulan por San Andrés, donde hay más motos que carros –la Secretaría de Movilidad reporta 15.000 motocicletas y 6.000 vehículos–.
‘No me dan la residencia’
Este joven antioqueño, como muchos en su gremio, cuenta que ya se ganó el derecho a tener la residencia porque lleva más de diez años viviendo en la isla. Reside en uno de los barrios que se han formado paralelamente a la pista del aeropuerto Gustavo Rojas Pinilla, y por no tener la Occre no puede ser contratado. Un caso similar es el de las hermanas Paolis y Ana Carrillo, dos bolivarenses que desde muy pequeñas empezaron a pasar sus vacaciones en la isla, porque su madre fue contratada para trabajar en una casa de familia.
Las dos jóvenes, nacidas en Turbaco, lograron la residencia siendo menores de edad, pero ahora, y a pesar de que cada una ganó una tutela, la autoridad migratoria se resiste a renovarles el permiso. Aun así, Paolis, de 27 años, ha podido trabajar. Ella está vinculada a una empresa del sector salud. “Como yo, hay muchos en la isla. Tengo el derecho desde el día en que me entregaron la Occre”, asegura la mujer.
Pero tal vez el caso más preocupante es el de quienes después de ingresar se declaran víctimas del conflicto armado. La oficina de la Occre sostiene que es una figura a la que están acudiendo muchos para quedarse de manera irregular. La Defensoría del Pueblo reporta que durante el 2013 atendió a 249 personas que declararon dicha condición, y se cree que la Procuraduría puede tener otro tanto. No obstante, los representantes de las víctimas dicen que los desplazados son más, pero que prefieren mantenerse en el anonimato para no ser objeto de la presión de la oficina de control poblacional.
Eso fue lo que le pasó a Fidelina Sarabia, una aguerrida líder de las víctimas que en el 2010, tras una querella con el propietario del cuarto en el que vivía con sus hijos y su esposo, fue montada en un avión y enviada al continente. “Me sacaron apenas con la ropa que tenía puesta y me mandaron a Cartagena, donde no conocía a nadie”, relata esta mujer que en el 2005 fue testigo de una masacre en Pivijay (Magdalena) y luego, obligada a atender a paramilitares heridos. Desde ese mismo año, escapó y viajó con su familia a la isla.
Pero este crecimiento de la población y de residentes ilegales ya les está pasando la cuenta a los isleños y ha generado entre los raizales una especie de estigmatización de los “continentales”, hecho que también creció por el fallo de La Haya, que le dio parte del mar territorial a Nicaragua. La líder raizal Ofelia Livingston, quien declara su simpatía hacia los grupos que promueven la autodeterminación, advierte que no solo su comunidad se volvió una minoría (en el 2005 eran 23.000, según el censo) y su cultura está siendo “avasallada”, sino que también muchos jóvenes han salido en busca de oportunidades. “La economía del raizal estaba basada en la agricultura y la pesca, pero hoy solo es turismo y comercio, y se ve desempleo. Po
r eso muchos se han ido a trabajar a Estados Unidos, a Islas Caimán y en cruceros, pero otros se han vinculado al tráfico de drogas”, insiste Livingston.
Y la isla, lamenta la mujer, se ha llenado de construcciones en concreto –las de los raizales son de madera y coloridas–, de barrios con callejones, sin acueducto ni energía y donde el alcantarillado es una reducida canal que cruza por la mitad de la calle. Los raizales no ven el futuro con optimismo. El paraíso de tranquilidad que alguna vez tuvieron se les esfumó y están seguros de que, cuando todo se haya acabado, hasta el medioambiente, quedaran solo ellos.
Lo que no ven los turistas
Sergio Bent es un raizal de 37 años que dice que la San Andrés que conocen los turistas no tiene nada que ver con la isla en la que él nació y creció. Incluso, asegura, hay zonas aún desconocidas por el país, porque solo sus residentes se atreven a entrar allí. En las últimas tres décadas, según Bent, se pasó de una pequeña villa en la que todos se conocían y se ayudaban a una ciudad desordenada y fragmentada. “No hay una sola San Andrés, sino cuatro. Una es la céntrica y de playas, la de la cueva de Morgan y del hoyo soplador; otra es la del raizal, la de las casas de madera y muy coloridas, pero donde el agua ya escasea, y la tercera es la de las viviendas lujosas, la de los dueños de las compañías.
La última es la continental, la de los barrios subnormales, la del hacinamiento y la caótica”, asegura. Este nativo conoce toda su ciudad porque como inspector de la oficina de inmigración, cargo en el que lleva 2 años, ha podido recorrerla y entrar a zonas muy deprimidas, como El Cliff, cerca del centro, o a asentamientos como Cartagena Alegre, Las Tablitas, Sarabanda, Salsipuedes y Nueva Guinea. “Mucha gente ha llegado y se ha quedado, pero con eso empezaron a aumentar los mototaxistas y las ventas de arepa, pero también se han incrementado el desempleo y los delincuentes”, indica este sanandresano a quien le preocupa que su hijo no podrá disfrutar del ambiente tranquilo en el que él creció.
Bent considera que la vida para los isleños tiende a ser cada vez más incierta porque además dejaron de pescar y de cultivar –en el pasado producían naranja, algodón y cacao y exportaban coco– y se volvieron netamente consumidores. “La isla no produce nada, todo se trae del continente a precios elevados, y si no tienes plata, no comes”, señala este estudiante del programa de producción audiovisual del Sena. Tomado de EL TIEMPO