La cultura de la violencia intenta enseñorearse de nuevo en San Andrés. El pasado fin de semana ocurrieron por separado y con distintos protagonistas, muchos de ellos niños y peor aún del sexo femenino, dos actos de muerte que dejan gran tristeza no solo por las pérdidas de vidas humanas muy jóvenes, sino también porque se sabe que esa cultura de la muerte llega por los caminos del sicariato aliado del narcotráfico y, en esta oportunidad, también del brazo de los problemas pasionales entre mujeres.
La reacción general de la ciudadanía sanandresana debe ser el rechazo a esa cultura de la muerte que indica que solo por la vía de los hechos es posible solucionar los problemas, que solo la agresión pone fin a los conflictos.
Premisa última falsa, la violencia se cría en mentes insanas, crece como la mala hierba convertida en ‘la ley de los delincuentes’, como el código de cobro de deudas pendientes y no puede ser la norma que se estile en la isla para convertirla en un lugar de terror, de bandas delincuenciales, de gente intolerable.
Da tristeza que las mujeres, que son la ternura de la naturaleza, el polo a tierra de los varones, se entrelacen y luchen, se arranquen los cabellos y se busquen el corazón con los puñales, en un sitio como este que es un paraíso en el caribe.
Falta educación, pero no de esa que se imparte en los colegios y universidades, sino de esa que comienza con el ejemplo y control de los padres. Falta esa educación y cultura que comienza por casa.
Qué se puede esperar de los hijos si ven que los padres y los vecinos se atacan verbal y físicamente sin contemplaciones, a gritos, con escándalos y sacando a relucir sus machetes, cuchillos o botellas rotas, para solucionar diferencias y sin que les importe la presencia de los niños que están memorizando, aprendiendo, asimilando, todo esa bagaje de vida miserable que los pone en la pista de la intolerancia.
Esta isla que apenas hace 60 años no pasaba de 5 mil habitantes y la gente se moría de vieja, casi que por cansancio, hoy aterroriza pensar en una civilización que llegó con el mayor azote para cualquier comunidad: la violencia. Y eso no es lo peor. La belleza de la isla no daría para pensar que aquí también como en cualquier sucia calle del suburbio más sórdido de cualquier ciudad las mujeres se agredieran por celos o por cualquier tonta razón y muchas veces por solo estar ahí, porque ‘no me gusta su presencia’ o por ‘¿Qué me mira?’. Y duelen los sentidos si se observa como niñas de doce a catorce años, se lían en combate abierto en plena peatonal ante los ojos de los compañeros de colegio que lo disfrutan y las animan a que se ‘den más duro’. Ocurrió hace pocos días, cuando llegaron sobre La Peatonal una masa enorme de estudiantes que pusieron a huir en estampida a residentes y turistas que paseaban por el céntrico sector.
Ese día dos adolescentes se trenzaron en una lucha que dejó al descubierto que el problema de las islas no es solo por falta de educación sino de falta de atención de los padres, falta de compromiso y capacitación en la guía, porque no se puede educar con golpes y con gritos porque eso será lo que repitan los hijos en cualquier momento de sus vidas y los convertirá en los maltratadores futuros.