El pasado domingo 29 de noviembre, en la víspera del día del santo patrono y onomástico de San Andrés, mientras en la cálida isla caribeña se disfrutaban las fiestas de carnestolendas, en la fría Bogotá una treintena de isleños del programa de Derecho y Ciencias Políticas del Colegio Jurídico del Instituto Universitario Colegios de Colombia, Unicoc, cumplía su última prueba de fuego académica en su propósito de convertirse en los nuevos togados del Archipiélago.
Se trataba del último examen correspondiente a la última materia que da cumplimiento al pensum académico del programa de Derecho, que para el caso se era la asignatura de Derecho Tributario y Hacienda Pública dictado por un brillante joven comunicador social y abogado litigante y docente que sometió a una doble evaluación de conocimientos jurídicos a sus condiscípulos mediante rigurosos exámenes escrito y oral, simultáneamente.
Prueba de fuego que los mismos 30 ‘estudiantes’ sanandresanos habíamos repetido 8 días antes en la capital de la República al someternos a la prueba de Estado Ecaes que nos obligó a responder 270 preguntas de cultura general, inglés y temas jurídicos y competencias ciudadanas.
Ese fue el talante del que estuvimos hechos estos tres años y medio; de jornadas semanales con una intensidad de 13 horas académicas que comenzaban a las siete de la mañana e iban hasta las ocho de la noche, pero que no concluían ahí porque tocaba continuar con la preparación de algún taller, repasar lecturas, investigar sentencias, elaborar fichas jurisprudenciales, o simplemente preparar exposiciones.
Eran las jornadas de poco dormir y mucho trasnochar y madrugar para cumplir el logro que el pasado domingo alcanzamos al cerrar el ciclo académico para continuar ahora con otras obligaciones como la judicatura o la monografía para acceder a la titulación de abogados.
Pese a la reticencia que causó al principio el programa que para algunos togados de la isla era «una carrera exprés», nuestra virtud constituyó en que lo que a algunos profesionales aprendieron en un tiempo mucho más cómodo, nosotros tuvimos que aprenderlo en tiempos menos flexibles y con una intensidad más fuerte.
Y para ello la institución Unicoc no escatimó esfuerzos para estructurar un programa a la altura de las exigencias del caso, sin dejar de lado las temáticas necesarias para la formación idónea de profesionales del Derecho, sino que además seleccionó una pléyade de docentes de alto nivel y reconocimiento con experiencia en la docencia, el litigio y el mundo jurídico nacional e internacional, venidos de universidades connotadas en la formación jurídica, que impartieron los mejores conocimientos de la profesión.
Profesores exigentes y altamente rigurosos que rápidamente caían rendidos al ‘encanto’ del trato y maneras de ser del caribeño, que no solo los contagiaba con su alegría, sino que además daba muestras de los conocimientos en la materia por la experiencia en la Rama Judicial o por la capacidad de discernimiento y criterio propio de quienes no lo eran y que convertían las clases en auténticos debates de conocimientos jurídico políticos y sociales.
Situaciones que hicieron del Grupo de San Andrés una referencia que contagió por igual a otros estudiantes del mismo programa pero de modalidades distintas, que terminaron incorporándose al grupo de los sanandresanos. No en vano tres de nosotros tuvo la dicha de ser becados por la propia universidad.
Ello no fue óbice para que también se presentaran conflictos con algunos docentes e incluso directivos, pero siempre se resolvieron en ‘sana paz’ por virtud de los compromisos que siempre mostró el grupo, por sus reconocidas capacidades y por supuesto por el trato y forma de ser del sanandresano que al mal tiempo siempre le ponía la buena cara, quizás por aquella premisa muy practicada entre nosotros de ‘cogerla suave’.
El contagio caribeño también tocó a los empleados de cafetería, de servicios generales, de áreas administrativas y al cuerpo docente que empezó a valorar con orgullo al Grupo de San Andrés como los preferidos, tanto por lo ruidosos, como por lo alegres a más de sus capacidades académicas.
Pero los sacrificios no solo fueron en trasnochos y madrugones, también fueron económicos y emocionales. Viajar todos los meses durante tres años, dejando solos a hij@s, espos@s y familias; tramitando permisos laborales que justificaran la ausencia del sitio de trabajo; asumir los costos de matriculas, desplazamientos, alojamientos, manutención, gastos educativos y tiquetes aéreos que muchas veces andaban por las nubes -como consecuencia de las fechas de obligatorio viaje, o por que caían en temporadas turísticas o simplemente por la lógica comercial de las aerolíneas en un libre mercado de tarifas reguladas- dificultaban la llegada a la universidad y dejaron en el camino a varios compañeros que merecían llegar con nosotros a esta meta, que hacía parte de sus sueños y necesidades de profesionalizarse para garantizar su estabilidad laboral en la Rama Judicial, a la que pertenece buena parte de nuestros compañeros.
Me consta y soy testigo de excepción y además soy protagonista de esta historia que al final redundará en beneficio de la sociedad isleña que contará con un recurso humano cualificado a través de la educación superior y que como valor agregado sumará mayor calidad, eficacia procesal y alto valor ético a los servicios judiciales que se prestan en la Rama Judicial del Departamento Archipiélago, a la que acuden muchos ciudadanos y cientos de togados en procura de buscar justicia.
Esta experiencia de alto sacrificio físico, académico y económico también tuvo sus momentos de felicidad, de sentimientos, emociones, partidos de futbol, rumbas ocasionales o celebración de un nuevo periodo finalizado y el reencuentro con nuestras familias. Tuvo risas, lágrimas, disgustos, etc; pero al final la unidad de todo un colectivo en procura de un mismo interés: titularnos en derecho y servir a la comunidad insular.
Finalmente debo decir que esta crónica no pretende hacer una exaltación a la vanidad personal del autor o del colectivo, si no que más bien busca dejar una reflexión en las actuales generaciones, de la importancia de la educación, sin importar la edad o los sacrificios que haya que hacer; eso es lo único que puede transformar a la sociedad y generar desarrollo. Por Cesar Pizarro B