Por Rafael Rodríguez Jaraba
Pasan los días, los meses, y el presidente Santos sigue sin actuar frente al fallo de la Corte Internacional de Justicia que mutiló y desmembró el Archipiélago de San Andrés. Su pasividad puede interpretarse como una aceptación tácita del fallo, lo que lo coloca en una omisión inexcusable en un gobernante. Su desidia en un asunto tan caro al interés nacional, devela que sus ambiciones prevalecen sobre la obligación constitucional de defender el territorio nacional.
Mal hacen los que distraen la atención de la nación en conjeturas aventuradas sobre la honorabilidad de los magistrados de la Corte o sobre las decisiones que al amparo del fallo pueda adoptar Nicaragua. El asunto medular es atacar el fallo y no divagar en sus consecuencias.
Colombia no puede permanecer inerte ante un fallo que está provocando un litigio mayor al que pretendió resolver, tampoco debe desconocerlo sin intentar su aclaración.
Como lo dijimos en su momento, todo fallo, sentencia o laudo merece respeto y acato, sin perjuicio que las partes en contienda puedan interponer recursos cuando, se profane el debido proceso o el derecho de defensa, o, el juzgador desconozca derechos o ignore hechos con valor probatorio o abusivamente se arrogue potestades que no le competen. Esto último hizo la Corte de la Haya.
Es claro que el fallo violentó el Derecho Internacional, afectó derechos de terceros países, desconoció el principio de autodeterminación, incurrió en incongruencia al conceder más y distinto de lo pretendido, y, creó una extravagante jurisprudencia en materia de delimitación de aguas territoriales.
También es claro que no se limitó a definir los límites marítimos entre Colombia y Nicaragua al amparo del Tratado Esguerra-Bárcenas, sino que además, creo un nuevo mapa en el Caribe que perturba su orden geopolítico.
Al comprometer derechos de terceros países no vinculados al litigio, la Corte violentó el Artículo 59 de su propio Estatuto, que dice: “La decisión de la Corte no es obligatoria sino para las partes en litigio y respecto del caso que ha sido decidido.”
Lo anterior supone, que para que Colombia pueda cumplir el fallo, debe modificar sus fronteras con otros países, lo que terminaría siendo una imposición también para ellos. Este solo yerro, hace inejecutable el fallo.
Pero más grave resulta para la comunidad internacional, la aventurada doctrina de la Corte que pretende alterar los principios que rigen la delimitación de las áreas marinas adyacentes a costas y archipiélagos.
Y qué decir del daño que ya empieza a causar el cumplimiento del fallo, por razones ajenas al litigio, como es, desconocer derechos económicos sobre una amplia zona en la que Colombia ejercía soberanía y posesión quieta y tranquila.
El respeto que merece la Corte, no incluye indulgencia y sometimiento a sus errores, máxime si son flagrantes y vician sus decisiones. Por eso, Colombia está en mora de manifestarle a la Corte, el acato que le merecen sus decisiones, siempre y cuando no quebranten el orden jurídico internacional; respeten la soberanía y autodeterminación; y, no desconozcan el principio Pacta Sunt Servanda.
Para no incurrir en desacato, el Gobierno debe presentar Demanda de Aclaración, induciendo la revisión del fallo, y de no corregirse, abstenerse de acatarlo. El Presidente no puede seguir condicionando el futuro de Colombia al logro de sus ambiciones. Semana.com