Por: Daniel Newball H.
En ocasiones despierto, como lo hago cada mañana en San Andrés, miro hacia mi alrededor y veo todo en el mismo lugar. Las calles con los mismos carros, las personas desarrollando sus oficios y tratando de superar las dificultades que la vida diaria les colocan.
Personas que se queman las pestañas tratando de conseguir el pan de cada día para poder cumplir con las obligaciones cotidianas de pagar los recibos, comprar los insumos para la empresa, hacer las consignaciones en los bancos, esforzarse para que sus hijos reciban una buena educación, formarlos para que se puedan defender de la fauna de matoneadores que amenazan con agredirlos y salir de paseo cada vez que el tiempo lo permite.
¿Por qué entonces, de un día para otro, lo que temíamos hacer hace 30 años, desaparecer y matar al prójimo, ahora sucede con tanta frecuencia que muy pronto tendremos un “espíritu de muerte” tocando a nuestra puerta?
Hubo un relevo generacional fuerte en la isla durante los últimos 25 años. Muchos de los que se fueron a estudiar una carrera universitaria no volvieron, se quedaron en otros lugares desarrollando su proyecto de vida en otras latitudes e hicieron sus familias en otros lugares para bendición de ellos.
Los que se quedaron decidieron reforzarse con sus familias de mala reputación provenientes de sus lugares de origen en la Costa Atlántica y los que crecieron en la isla lo hicieron sin autoridad alguna que los corrigiera amen de los «derechos del niño» que los convirtió en el tiempo en una recua de niños malcriados, rebeldes, díscolos, holgazanes y consentidos.
Los que volvieron a la isla luego de estudiar lo hicieron con serios nexos con bandas criminales, trayendo consigo más que un cartón, relaciones con estos delincuentes con tal de tener estatus y poder entre una sociedad advenediza. Por eso estamos en este estado de cosas, hay quienes insisten en ser mejores que los demás y promueven esta tendencia segregacionista que nos está llevando al caos y la perdición.
En pocas palabras, pasó lo mismo que sucede en el colegio cuando los buenos estudiantes, los consentidos de la maestra, decidieron que lo mejor para ellos era vincularse al sector privado, jugar como piezas de la economía de mercado haciendo millones mientras que los mediocres del curso, los que apenas pasaban la materia o ganaban el año habilitando materias, se convirtiéndose en los maestros del colegio, los herederos de la clase dirigente que jamás pensó que pudieran ser relevados de esa manera.
En alguna ocasión, alguien me relataba que hubo una época en la isla donde las fiestas se disfrutaban en la casa de la compañera del curso, hubo convivencia y cordialidad y que el odio no se sentía como ahora se siente entre los vecinos.
Como siento disentir pero mientras unos se reunían para ser cofradías y contubernios, al tiempo ejercieron cierta práctica desdeñosa contra otros, esos que ahora ejercen un control y manejo dirigente en la isla y aún insisten en decir que “mona, aunque se vista de seda, mona se queda”, en una mera demostración de intolerancia que es cobrado con odio y beligerancia por la contraparte.
¿Tendremos que aceptar, entonces, que hoy día en las islas lo que tenemos es una generación de odio y que tan sólo es cuestión de un dispositivo ultrasensible para activarla para perjuicio de todos lo que nos atrevemos a seguir viviendo en la isla?
Aún no tengo familia propia y, de hecho, no creo que esté en mis planes ahora porque tener una esposa ya no es prenda de garantía de la construcción de una sana estructura familiar y mis hijos no han nacido y la influencia que tendrían con los chicos que crecen ahora es contaminante, lo que me causa grima.
Es respetable y aceptable que existan “clanes familiares” en la isla de San Andrés, como los hay en muchas otras partes del mundo, clanes que trabajan para ayudar a quienes se encuentran en desventaja pero siempre en función en garantizar su supervivencia.
Lo que no es aceptable es que existan quienes siguen creyendo que tratar con irrespeto y desdén a quienes no interpretan sus códigos de convivencia, sembrando con el tiempo más odio y rencor entre los hermanos y causando que, con el tiempo, haya otro éxodo masivo que obligará a que otros que no conocen nuestro estilo de vida pacífico siga invadiendo nuestra tierra convirtiéndolo en el “campo de batalla” que hoy tenemos.
Dejemos de burlarnos del otro, superemos esos complejos de inferioridad que para nada sirven, dejemos de conspirar por algo que no tiene recompensa, amemos a nuestras esposas y nuestros hijos, dejemos de aparear y procrear como una necesidad fisiológica y aprendamos a vivir como hermanos, estamos viendo la consecuencia de nuestros actos y, de seguir viviendo así, no tendremos pueblo que sepa de nuestra existencia en estas tierras, pasaremos errantes sin recuerdos ni memorias para las generaciones venideras.