Fuad Gonzalo Chacón
Hace casi dos décadas que mi mamá tuvo dengue. Fue hace tanto ya que no estoy del todo seguro si ese episodio en verdad sucedió o es solo un recuerdo inventado por las trampas de la memoria. De cualquier forma la recuerdo, o creo hacerlo, arropada en la cama o el sofá, débil y algo colorada. Producto de esa incapacidad médica, desarrolló la costumbre de dedicar unos cuantos minutos antes de dormir para inspeccionar mi cuarto y el de mi hermana en busca de mosquitos. Aquellos golpes secos de trapo contra la pared seguidos de un frustrante “¡Agh, se me voló!” son unos de los sonidos de mi infancia.
Para quienes tenemos raíces en tierra caliente, desde siempre nuestra existencia ha estado íntimamente acompañada por la del Aedes aegypti, un particular bichito de largas patas monocromáticas como pasos de cebra que no es nada diferente a una caja de Pandora con alas. Cualquier cosa que pueda ser transmitida con una picada, esta cosa la transmitirá, bien sea dengue, fiebre amarilla, Chikunguña y, más recientemente, Zika. La lista de patógenos virales es considerable y va en aumento, todos ellos provocando enfermedades tropicales que tienen en nuestro amigo alado el perfecto sistema de contagio masivo.
Pero curiosamente nuestro país no tiene institutos ni cuerpos investigativos serios que analicen al A. aegypti en busca de su erradicación. Nos hemos contentado con una política preventiva mediocre que cree cumplir su cometido repitiendo por radio, desde los tiempos del contagio, real o no, de mi mamá, que no se deben dejar los tanques de agua destapados. Pero una vez que esa primera y única defensa falla, Colombia no tiene plan B, pues no existen iniciativas para desarrollar vacunas, ni estrategias de contingencia de los reservorios y ni siquiera contamos con estadísticas fiables que nos permitan atar cabos médicos para aportarle información a la ciencia.
Nos acostumbramos a convivir con el A. aegypti como una cotidianidad más y no vimos la amenaza que podía representar. Así pues, siendo el segundo país del mundo con mayor número de casos confirmados de Zika, alcanzando ya los 22.6000, nunca sospechamos ni de cerca la posible relación entre el virus y la microcefalia en neonatos o el Guillain-Barré. Datos tan importantes que podríamos haber concluido nosotros mismos con un programa responsable de gestión de epidemias los terminamos conociendo por comunicados o tweets de otros países.
Mientras Brasil despliega 220.000 escuadrones sanitarios cuasi militares en las ciudades del noreste y México aprueba la primera vacuna comercial contra el dengue, Colombia recomienda a sus mujeres no embarazarse, no porque haya una política integral de prevención, tratamiento y respuesta tras esa recomendación, sino porque el Ministerio de Salud cruza los dedos para que de aquí a julio el A. aegypti se aburra de picar gente.
Tenemos todas las condiciones para darle una mano al mundo contra un enemigo que conocemos desde siempre, pero nuestra propia desidia nos lo ha impedido. Un simple zancudo tiene arrodillado al planeta y nosotros preferimos posar de víctimas antes que apostar por ser la solución.